La vi una sola vez en mi vida, en Caná, hace ya muchos años. Era una invitada especial a la boda del hijo de la casa. Se llamaba María, y era la madre de Jesús, muy amigo del novio. Allí estaba ella[1], entre todos. Escuchaba atenta, sonreía dulcemente, decía alguna palabra, miraba discreta. Miraba… y veía. Conmigo cruzó algunas miradas.

Yo era una niña, hija de uno de los criados que servían en la casa. Los chiquillos correteábamos por allí, disfrutábamos y ayudábamos algo. Mi padre, después, nos contó lo que había pasado en aquel fin de fiesta. Habían calculado mal, se les había acabado el vino, el apuro de los novios era enorme. María intercambió unas palabras breves con Jesús y después les dijo a los criados: “Haced lo que él os diga”[2]. Y de las tinajas para el agua de las abluciones -no es un agua muy especial que digamos- sacaron el mejor vino que nunca antes nadie hubiera gustado. La gente lo disfrutó entre bailes y risas, pero solo los sirvientes y el maestresala supieron de dónde venía todo aquello.

¡Han pasado tantas cosas desde entonces! Me hice seguidora de Jesús de Nazaret, el Señor. Sigo viviendo en Caná. Ahora, que ya estoy cargada de años, cuando nos reunimos en la casa de la familia de Natanael[3] a leer las Escrituras, a escuchar las palabras de los que estuvieron cerca de Jesús, a bendecir y partir juntos el pan, a celebrar la presencia viva del Señor entre nosotros, me viene siempre al corazón el rostro sereno y amable de María aquella tarde en Caná. Siempre me pregunté cuál era el secreto luminoso y potente de aquella invitada a la boda.

Como quise y quiero saber de ella, he preguntado muchas veces a quienes la conocieron y trataron. Son muy mayores ya, pero recuerdan bien. No lo recuerdan todo -o no lo cuentan, ¿quién sabe?- pero sí nos transmiten detalles, momentos, gestos, hechos y tengo de ella una imagen hecha de retazos, de pequeñas señales. Casi es mejor así, porque es ella misma la que se ha convertido en un signo que señala el misterio de su hijo.

Me cuentan que su relación con Jesús no fue fácil siempre. Esto no es difícil de entender. Un hijo como Jesús, es un buen hijo, pero no es demasiado convencional.  Dicen -y debe ser cierto porque lo cuentan varias tradiciones- que una vez ella y algunos de su familia fueron a buscarlo para llevárselo a casa. Andaban preocupados por su seguridad y temían que estuviera un poco fuera de sí[4]. En aquel momento el éxito de Jesús era enorme y algunos llegaban a presentir que, dadas las circunstancias, el final podía ser trágico. No habría sido el primero. Cuentan que Jesús respondió: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y mirando a los que estaban sentados alrededor dice: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre”[5]. Debió ser muy duro para ella oír esto. Nuestros maestros nos explican que Jesús quería señalar que su familia va más allá de los lazos de parentesco, que nos hacemos hijos y hermanos por la fe, y así quieren ser nuestras comunidades. Pero hay que reconocer que, humanamente hablando, aquel golpe, en público, debió herir su corazón.

A Caná volvió Jesús una vez[6], pero María no estaba con él en esa ocasión. Ella no solía acompañarlo en sus idas y venidas, se quedaba en Nazaret. Con él iban sus amigos y algunas mujeres[7], para alegría de ellas y escándalo de no pocos. En Nazaret seguramente María seguiría dando vueltas en su corazón[8] a todas las cosas que rodeaban la vida de Jesús y la suya propia, tan vinculadas ya para siempre ¿Cómo lo haría? Algunas comunidades nuestras guardan muchos recuerdos de María referidos a la infancia de Jesús. Son historias preciosas a las que también a mí me gusta dar vueltas en el corazón: cuando recibe el anuncio del ángel de Dios y abre su corazón de manera limpia a las señales del Espíritu, escuchando, haciéndose preguntas con sencillez y libertad, acogiendo respuestas, poniendo en juego su vida, abierta a un futuro[9] que no entiende del todo[10]. Cuando va a ayudar, solícita, a su prima Isabel -mayor y embarazada- y llena la casa de alegría, como la pequeña y pobre hija de Israel que espera con confianza cierta las promesas del Dios fiel[11]; y con su esposo José, cuando nace Jesús y cuando se les escapa al volver de la peregrinación a Jerusalén: qué capacidad de aguante, de paciencia, de amor, de fortaleza… ¡Cómo aprendo de ella a vivir mi propio presente, que a veces me parece estar tan lleno de incertidumbre!

He nombrado Jerusalén. ¡Qué días terribles los de la muerte de Jesús! Allí estaba ella, junto a la cruz[12]. Y con ella otras mujeres. Y Juan. Mi comunidad ha recibido este testimonio y lo conserva como un tesoro. “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la esposa de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre, y a su lado al discípulo a quien él amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquel momento ese discípulo la recibió en su casa”. Ella no dice nada, pero lo hace todo. Llega al final con un amor extremo que no busca razones.

Se quedó en Jerusalén con los discípulos del Señor y allí[13] mantuvo la fe, el amor y la esperanza de aquel grupo de hombres y mujeres descorazonados. Pensaban que la acompañaban, pobre madre sin hijo…  y era cierto, pero era ella la que los acompañaba a todos, tal y como había hecho con Jesús. Todos pensaron que la historia, esa que había empezado en Galilea[14], había acabado. Encerrados, compartían recuerdos, nostalgias, inseguridades, bastante miedo[15]… Y ella hizo lo que había hecho toda su vida: creer, amar, esperar. Con ella descubrieron la nueva presencia del Resucitado, nuestro señor Jesucristo, vivo para siempre, y el poder del Espíritu Santo que ahora alienta nuestras comunidades.

Por eso, aunque solo la vi una vez… dar vueltas en el corazón a las cosas de María es una manera segura, bella y sencilla de escuchar a Dios Padre, de conocer al Señor, y de dejarse guiar por el Espíritu.

Por María Dolores Martín Blanco

[1] Jn 2, 1b

[2] Jn 2,

[3] Jn 21,2

[4] Mc 3, 20-21

[5] Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50

[6] Jn 4, 46

[7] Lc 8, 3

[8] Lc 2,50

[9] Lc 2, 26-38

[10] Lc 1, 38

[11] Lc 2, 54-55

[12] Jn 19, 25-27

[13] Hch 1,14

[14] Hch 10,37

[15] Jn 20,19