Nuestro mundo hoy necesita mujeres de esperanza firme y segura, una esperanza comprometida con el presente, una esperanza que produce frutos visibles. Escogemos algunos fragmentos de una carta de Josefa Segovia escrita en 1928 donde expresa su vivencia y anima a crecer en la esperanza.
Recuerdo mi aturdimiento y agobio cuando empecé a darme cuenta de la trascendencia de la Obra, y recuerdo también que junto a mi nada y miseria vi tan cerca a Dios, lo vi tan interesado en la empresa, que entonces, olvidándome de mí, comencé a ejercitarme en la confianza […] y con la confianza cerraba los ojos a la noche y los abría a la mañana […] hasta que así, uno y otro día, uno y otro año (creo que fueron tres) me compenetré tanto con ella, que ahora, venga lo que viniere, sobrevenga lo que sobreviniere, yo tengo mi esperanza segura, mi confianza firme.
Así quiero que vivas tú; cuanto más pequeña es la criatura, cuanto más se parece a la nada, más debe dejar obrar a Dios, y entonces la nada se transforma en un todo: en el infinito de Dios. ¡Si llegáramos […] a esa esperanza firme y segura!
La virtud del que está lleno de esperanza, de aquel que todo lo puede en quien le conforta, ha de ser forzosamente como las hojas de los árboles que crecen junto al arroyo: suave, tersa, abundante y que defienda con su sombra a los que pasen cerca fatigados y sudorosos del sol abrasador […] ¿Cómo ha de estar congojoso en la sequedad si se nutre de la savia bendita de la esperanza? ¿Y cómo dejará de llevar fruto […]?
Termino, aunque no quisiera, porque este tema me seduce y además creo que puede hacerte un bien incalculable, pero el tiempo apremia. Afiánzate más y más en la esperanza; que al final de la vida puedas decir, llena de gozo en el Señor: “En ti, Señor, esperé, no seré confundido.
Fuente: María Josefa Segovia, La gracia de hoy, pp. 69-70. Narcea Ediciones.