Cada día recibimos noticias de migrantes que se lanzan por nuestros mares y nuestros caminos. Casi siempre traen datos de un número interminable de rostros, muchos rostros de mujeres y niños también, que no llegan al final de su camino. El drama sigue en su destino. ¿Y nosotros, cómo nos situamos? Carmen F. Aguinaco nos trae aquí su reflexión.

Son personas con rostros e historias. Son padres, madres, hijos, hermanos de alguien. A menudo son víctimas de violencia, guerras, mafias, maras… Y quizá algunos hasta sean delincuentes o estén manipulados por intereses políticos. Lo cierto es que ahora demasiados de ellos se encuentran hacinados en campamentos, en gimnasios de escuelas, en almacenes… y se enfrentan a un futuro casi tan oscuro como el que dejaron atrás.

Las olas migratorias no son nuevas. Históricamente, la gente se ha movido, bien por medio de invasiones y conquistas, bien por razones de supervivencia, por todo el mundo. ¿Qué tiene de nuevo la situación mundial hoy?  Ciertamente, el que masas de personas tengan que salir de sus hogares debido a guerras, persecuciones, o hambre, es un enorme drama humano. Y es cierto que los países más desarrollados y que gozan de una relativa paz tienen la obligación moral y cristiana de tender una mano a esas personas y abrir puertas.

El papa Francisco lo ha pedido en diversas ocasiones. Pero las puertas abiertas son un sueño de un mundo ideal y feliz… El ideal sería que, sin fronteras, la gente entrara y saliera de países, se asentara y viviera feliz… Pero no; el ideal no es, ni puede ser ese. El ideal, más bien, sería que las personas no tuvieran que salir de sus hogares, que pudieran hablar su idioma, que gozaran de seguridad y bien económico… ¡Y que todos fueran buenos! Es decir, casi la parusía.

Lógicamente, esto no es así y posiblemente nunca lo será. La más reciente crisis migratoria de Estados Unidos es como un reflejo de una situación mundial. Existen los elementos humanos más sangrantes y que piden a gritos una solución. Pero también hay elementos políticos, económicos, de infraestructuras, de posibilidades reales y de seguridad nacional. Y lo mismo ocurre con los países europeos.

A las olas ‘normales’, por así decir, de emigrantes económicos que llegan cruzando el desierto o en pateras, se han añadido en los últimos años refugiados políticos de Venezuela, Ucrania, Afganistán, Honduras, Nicaragua… Durante el COVID, en Estados Unidos, había una regulación por la que se prohibía a los solicitantes de asilo político de Centroamérica y México entrar en el país hasta pasada la pandemia. Ahora, al levantarse la alarma, cientos de miles de personas se han lanzado a entrar en Estados Unidos. iPor fin! parecen dejar atrás una vida infrahumana en campamentos o a la intemperie en la frontera de México con los Estados Unidos…

¿Al fin? El problema es que ningún país, por muy avanzado que esté, está preparado con los suficientes recursos humanos y materiales para recibir masas ingentes de personas. Se trata de procesar individualmente cada caso, buscar alojamiento; una vez buscado el alojamiento, hay que buscar oportunidades de trabajo; los niños necesitan escuelas; muchos llegan enfermos y deben tener acceso a hospitales y sanidad… ¿Quién podría proporcionar todo esto de manera tan acelerada en un momento de inflación, guerra interminable con Ucrania, amenazas a la seguridad? Mientras tanto, los que venían de campamentos infrahumanos acaban en situaciones también infrahumanas.

Los trabajadores de Caritas en Estados Unidos (Caridades Católicas) se han visto desbordados y abrumados ante la necesidad de ayudar a asentarse a miles de personas… Pero ¿dónde? Buscan a familiares o familias que estén dispuestas a acoger a alguien por un tiempo, ¿cuánto tardarán en situarse independientemente, conseguir un trabajo, aprender el idioma…? Muchos llegan de situaciones en que les ha sido imposible acceder a una educación académica; y en casi todos los trabajos se les van a exigir certificados y pruebas. Hay organizaciones que tratan incansablemente de ayudar y mejorar los niveles de educación; pero no todos tienen siquiera el deseo de buscarla.

Mientras eso ocurre, ¿qué mecanismos existen para proteger los derechos humanos de quienes podrían fácilmente ser presa de abusos, explotación, especulación? Y, al mismo tiempo, ¿cómo proteger a la población civil ciudadana que podría también estar expuesta a graves problemas de inseguridad? Porque, quienes entran, queremos creer, vienen buscando una vida mejor para ellos mismos y sus familias, desean integrarse y no presentan un riesgo… pero no todos. Hay muchos que llegan a los países quizá incluso no por voluntad propia, sino comprados por mafias o por oscuros intereses políticos que no tienen nada que ver con una vida honrada o un futuro mejor.

La historia ha probado una y otra vez que, al final, la gente acaba por asentarse… pero tienen que pasar generaciones para que alcancen aquel sueño de vida mejor. Si es que la alcanzan. A una crisis sigue otra crisis, a veces incluso peor. Se necesitarían pactos internacionales… ¿pero qué pactos puede haber en un mundo totalmente dividido y roto?  Todos los esfuerzos de solidaridad de los cristianos son necesarios. Pero también son necesarios los esfuerzos de los gobiernos por poner en marcha políticas que, al mismo tiempo que atienden a quienes sufren verdadera necesidad o auténtica persecución, protegen la salud y bienestar de sus ciudadanos.

No es nada fácil. Y no se hace de la noche a la mañana por mucha apertura y buena voluntad que haya. Mientras tanto, esas personas con rostro y con familias están ahí, en una especie de limbo que no parece tener salida a corto plazo.

Por Carmen F. Aguinaco