Desde su experiencia de acompañamiento a personas mayores, Virginia F. Aguinaco en su artículo nos desvela dos actitudes que convierten en ‘regalo’ cada encuentro: la atención y el asombro.

A cierta edad, casi cuando ya somos ‘personas mayores’, muchos nos convertimos en cuidadores, en convivientes, en acompañantes más o menos eventuales, más o menos permanentes, de personas aún más añosas. A veces con dedicación y afecto espontáneos, pero también porque ‘no queda otra’. Sin más entrenamiento ni preparación específica que la buena voluntad y algún consejo que seguiremos si nos parece acertado y desoiremos si no…

La primera observación que debo hacer es que, aparte de la edad y ciertas limitaciones, no existe un colectivo homogéneo de ‘personas mayores’. Cada una es cada una. Y ni ha renunciado, ni tiene por qué hacerlo, a su originalidad, al carácter único de su existencia.

Carácter único y asombroso, que abre enormes posibilidades de conocimiento y de encuentro. Esto que es una obviedad, a veces no se tiene suficientemente en cuenta. Hay quien desea ser atendido, cuidado y acariciado y quien soporta mal el exceso de expresiones de cariño o de entusiasmo. Hay quien cree que sus criterios y sus valoraciones son justos y sabe defenderlos y quien se siente algo inseguro y teme entrar en debates. Hay quien recibe con agrado un trato afable y algo infantil y quien se ofende si cree ser tratado como un niño… Podemos ser parecidos, pero no estamos hechos en serie.

Algo que sí es común, pero no exclusivo de los mayores, es siempre el rechazo de la brusquedad, el nerviosismo y la impaciencia. A nadie le gustan los gritos, las prisas, los reproches por la lentitud o la torpeza.

Mi experiencia como cuidadora duró casi seis años. Los últimos de la vida de mi madre… Lo hice lo mejor que pude, pero tengo en la memoria mis errores que fueron muchos. Lo malo de la experiencia es que cuando crees que la tienes… ya no sirve de mucho. No es la misma persona, no son situaciones idénticas, tú misma has cambiado, no siempre sabes cómo reaccionar. La experiencia me dejó mucho amor, mucha compasión y mucha gratitud… Y una cierta humildad para aceptar que estoy bien lejos de la perfección.

Ahora no hago de cuidadora. Sólo de acompañante en el equipo de familia de la residencia Emera de Juan Bravo, en Madrid. La tarea es simple: acudir con la interesada a sus citas médicas o a alguna gestión, compra, paseo, Misa… Sobre todo, he acompañado a las citas médicas. Casi siempre la ‘acompañada’ sabe perfectamente de qué consulta se trata y para qué. Las del equipo llevamos a cabo este servicio porque las salidas de la residencia tienen un cierto protocolo y el que las residentes vayan con alguien no es garantía total de que no haya percances, pero proporciona seguridad.

¿Puede ser cada acompañamiento un momento gratificante? No sé qué responderían las acompañadas, pero yo puedo decir que para mí lo ha sido en todos los casos. Dos actitudes parecen esenciales para   esta tarea (y para cualquier otra en realidad): la atención y el asombro. Simone Weil considera la atención como condición del amor. O como la expresión pura del amor mismo. El asombro es el descubrimiento gozoso y maravillado de lo existente. Asombro y atención se producen en cada encuentro. No es necesario forzar nada, intentar ser simpática y complaciente, adornarse, aparentar… basta agradecer que esa persona exista y estar atenta, y el tiempo que paso ‘acompañando’, se llena de alegría. Incluso con bastantes torpezas por mi parte, lo habitual es recibir gratitud, sabiduría, espíritu, en suma. Mis ‘acompañadas’ pertenecen a la Institución Teresiana… y a lo mejor esa seña de identidad tiene algo que ver, siendo cada una, única, especial y diferente. Al final todo es misterio, pero también claridad y luz.

Por Virginia Fernández Aguinaco