Vivimos en un mundo inquieto, agitado e inseguro ante lo desconocido, llegado por sorpresa; las noticias no dejan de bombardearnos, pero no son las estadísticas impactantes y asustadoras las que ayudan a comprender la realidad; otros aspectos, vitales y concretos, despiertan la solidaridad y abren perspectivas humanizadoras. Poder sentarnos, permanecer quietos y confinados, alertan sobre lo distraídos que estamos y lo fuertes que son las adiciones cotidianas del trabajo y las agendas.

“Nuestra capacidad de alegrarnos también está en relación directa con nuestra capacidad de sentir aflicción”, acabo de leer en Nuestras lágrimas (David Runcorn, Narcea, 2020). Esas palabras me han impresionado porque en estos días he sufrido la pérdida de mujeres conocidas cuyo recuerdo ha hecho que pase de la aflicción a la alegría, del doblar de campanas al repicar de las mismas con su tañer de regocijo y fiesta. ¿Alguien llora cuando se siembran las semillas? ¿Quién se entristece con los brotes verdes de nueva savia en toda primavera?

El recuerdo es el corazón de nuestra identidad y pertenencia, en el que cobran sentido las relaciones que nos hacen ser quienes somos. Recordar las historias de estas mujeres ayuda a caminar por unas prácticas y experiencias, reivindicadas desde muchos movimientos feministas. Ellas son protagonistas, testimonios de una vivencia profesional de educadoras, por vocación y como medio de trasmitir la riqueza acumulada. Fueron protagonistas en universidades, colegios públicos y privados, en tareas de gestión y organización, en redes de relación establecidas con compañeros, alumnos, familias, agentes sociales y políticos, en personas que mantienen vivo su recuerdo y continúan expresando gratitud por haberlas tenido como maestras.

Tener maestras es “tener a quien preguntar y ante quien preguntarse”, nos dice María Zambrano. Las mujeres que ahora evocamos nos hablan y al preguntarles podemos construir acciones más completas y ricas cuanto más numerosas y heterogéneas sean sus experiencias; son maestras de la escuela de Pedro Poveda: “Dadme una vocación y yo os devolveré una escuela, un método, una pedagogía”. Son testimonios femeninos, a veces feministas, que forman un retablo variado de paradigmas. Recordarlas es conservar la memoria de mujeres que no temieron contradecir los discursos hegemónicos, cuando necesario. Mujeres con nombre propio1 y universales, porque todas ellas cruzaron fronteras nacionales o sociales; siendo singulares dialogan con equilibrio, serenidad y armonía; su individualidad dimensiona la alteridad que las aproxima y su memoria es eslabón que nos amarra inexorablemente a cada una y a todas sus historias. Son atalaya privilegiada de nuestra sociedad y ventanas abiertas al ayer inmediato, capaces de devolver al presente sus palabras y experiencias de pretérito.

Somos afortunadas por tener a nuestra disposición esta herencia, hecha con la labor diaria, callada a veces, pero siempre audible, de estas mujeres que nos han precedido, que están ahí, que siempre han estado ahí. Es necesario reconocer, visibilizar, valorizarlas, para que el hacer femenino libre tenga existencia y pueda constituir genealogía femenina, ampliar nuestra genealogía. Por eso reivindicamos, sí, “que repiquen las campanas”.

Por Guadalupe Pedrero

1Francisca Ricote, Mª Antonia Triano, Paciana Gutierrez, Mª Angeles López Mora, Fermina Mateos, Mª Luisa Sanz Estébanez, Mª Luisa Moutón Vidal, Ángela Quintanilla, Carmen Mazarío, Concha Jurado, Eloísa Fidalgo, Rosalía Gimenez, Mª Angeles Malo, Mª Luz Gascón, Fuensanta Mezquita, Mª Paz Aspe, Manolita del Rosal Luna, Mª Margarita Hernández Callejo, Hortensia Garrido, Mª Eugenia Santamarina, Celia de Castro, Pilar Mendieta, Clara Fernández Frejenal.