En la madrugá de este día de Viernes Santo no hacían su estación de penitencia los hermanos cofrades de las hermandades que han iluminado las noches de tantas ciudades y pueblos, acompañando el paso de Cristo sentenciado a muerte, de Cristo en su camino al Calvario o Cristo crucificado. No, en la madrugá de este 2020 solo había silencio en numerosos templos, en sus puertas cerradas y jalonadas por numerosos ramos de flores…solo silencio, silencio y dolor y un repiqueteo martilleante en nuestros oídos: cifras y cifras diarias de fallecidos sobre los que se construye un estrecho túnel a la esperanza.

Cifras, cifras, que nos llenan de dolor en cualquier parte del mundo. Pero esas cifras ocultan nombres, rostros queridos que se fueron en la tremenda voracidad de un virus que nos contaminó y llenó de muerte y frío nuestras pupilas atentas a unas pantallas que nos devolvían la imagen amenazante de un virus atroz. Sí, debajo de esas cifras hay hombres, mujeres, que llenaron nuestras vidas de calor y hoy yacen alineados en los palacios de hielo que congelan nuestras miradas. También hay héroes y heroínas que dieron su vida por la sanación de otros. Sí, es el silencio el que acompaña esta extraña madrugá sin incienso y azahar por las calles de España.

Las cifras invaden las pantallas, las gráficas nos muestran descensos y rápidamente repuntes. No más cifras y sí, nombres, rostros, recuerdos y una palabra, perdón, en los labios de los políticos que no supieron o pudieron gestionar la crisis. Perdón en los labios de los que no quisimos o pudimos mantener en nuestro hogar los rostros de los mayores que han sufrido en las residencias el embate más fuerte de esta terrible pandemia.

¿Puede existir otra forma de vivir? ¿Qué nos revelan de nuestra sociedad las terribles repercusiones que el virus está produciendo en los grupos más vulnerables? El confinamiento nos hace enfrentarnos a nosotros mismos, a descubrir la riqueza y generosidad que reside en muchos sectores de la sociedad y también el egoísmo y falta de responsabilidad en los que se enfrentan a las sanciones por la quiebra de este encerramiento.

No más cifras
y sí nombres.
No más prisas.
Sí, caricias, miradas
en un tiempo de fugas
al vacío que se rompen
en la palabra de hielo
de un parlamento vacío.
Silencio, silencio
en la madrugá que, estremecida,
se rompe, en una palabra,
perdón,
desde la cruz de vieja madera.

En esa tarde de viernes santo, las palabras se abren a la misericordia y la voz de un Hombre se hace bálsamo suave para el dolor: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Implorante misericordia para la multitud que yace de pie, junto a la cruz de un Hombre herido, de una muchedumbre herida, que espera anhelante la mañana de luz en el alba de una nueva existencia.

Por Carmen Azaústre