Vosotros sois la sal de la tierra. Mt 5, 13.

La sal sazona lo desabrido. Esta es misión del apóstol: sazonar lo desabrido allí a donde va, en el sitio en donde vive, a las gentes con quienes trata; hacer agradable la vida fervorosa, amable la virtud, alegre la penitencia, consolador el sufrimiento. Debe trabajar de tal manera, expresarse de tal modo, obrar siempre con tan buen espíritu, tratar al prójimo con tanto agrado, prodigarle tales consuelos, llevar a su ánimo una persuasión que sazone toda su vida.

La sal cauteriza lo corrompido. Esta virtud amable es el mejor cauterio, el más suave, el que hace cicatrizar más pronto las heridas. Este fuego de la caridad, del amor de Dios, purifica cuanto toca. La sal para cauterizar lo hace derritiéndose; que es, si así podemos decirlo, destruirse a sí propio para bien del prójimo, y este sacrificio no puede quedar sin recompensa. Esa blandura en el ejercicio de vuestro celo apostólico no irritará a vuestro prójimo, no provocará su enojo, será un cauterio tan suave que no levantará protesta alguna en el paciente. Iréis cauterizando y sanando sin rebeldía del interesado, y si le producís dolores y lágrimas, serán tan dulces que se gozará en su martirio. Pero hay que tener presente que así como la sal no produce ese benéfico resultado sino destruyéndose, no podemos cauterizar las llagas y heridas de la humanidad sino por la abnegación, el sacrificio, el propio martirio, la propia inmolación.

La sal preserva de la corrupción. Donde se deposita la sal no puede haber corrupción. El ejemplo vuestro debe tener, merced a la gracia de Dios que obra en vosotros, una fuerza tan potente, que a vuestro influjo nadie pueda sustraerse. Y debe ser tal vuestra sencillez y vuestra llaneza, que todos cuantos os rodean se juzguen con fuerzas suficientes para imitaros. Debéis ser tan humildes y hacer de tal manera gala del favor de Dios, de quien procede todo bien, que allanéis el camino de la imitación, a todos. Así, servirán vuestro ejemplo y vuestras palabras para librar de la corrupción a cuantos tratéis.

San Pedro Poveda (1920), publicado en Amigos fuertes de Dios, página 17